¿Se puede "gestionar" la reputación corporativa?
En muchos ámbitos existe una confusión o imprecisión cuando se refieren a la reputación corporativa. La entienden como una realidad que las organizaciones pueden gestionar. La reputación, buena o mala, no es una actividad ni un hecho que ocurra en las organizaciones, sino una realidad subjetiva formada por percepciones, interpretaciones, juicios de valor positivos o negativos, sentimientos, afinidades o rechazos, actitudes, prejuicios, imágenes… que existen en los públicos de las organizaciones.
Las organizaciones no pueden “gestionar” (no pueden, por suerte, ni deberían intentarlo) las percepciones y los sentimientos de sus públicos.
Lo que se puede gestionar es una coherencia y una apuesta profunda, real, sincera y comprometida con unos valores en toda la estrategia corporativa.
En caso de que esos valores y compromisos formen parte del núcleo central de la estrategia, y si se comunica coherentemente, la reputación será un efecto.
Por lo tanto, las organizaciones no controlan su reputación, sino solamente su propia identidad, su cultura, su estrategia, sus mensajes y sus comportamientos. La reputación está en manos de la gente.
A pesar de esta imprecisión conceptual de la expresión “gestión de la reputación”, no dejaremos de utilizarla, dado que de un modo sintético alude a toda la gestión de los intangibles que es necesario llevar a cabo para intentar construir y mantener una buena reputación.
La reputación es una realidad rica y compleja, conformada por la combinación de varios componentes: el prestigio, la credibilidad, la simpatía, la honorabilidad atribuida, la afinidad, la confianza, la respetabilidad, la creencia de que la organización atenderá satisfactoriamente a las expectativas y a los derechos de los empleados, los accionistas, los clientes y la sociedad en general, etc.
Evidentemente, si se produce una buena reputación, la organización tendrá beneficios directos e indirectos. Tendrá una ventaja competitiva, en la medida en que la afinidad y la simpatía generan vínculos más propicios a la lealtad, a la compra de sus productos y servicios, a la aceptación de sus mensajes publicitarios y de sus comunicaciones periodísticas. Además, servirá en cierta medida como protección ante los efectos de posibles crisis, resultará más atractiva para los inversores, atraerá talento y será más capaz de retenerlo, etc.
Pero si una organización desarrolla sus planes de actuación solo con el objetivo de “fabricar” esa reputación, pensando en la obtención de esos beneficios competitivos, y no por una apuesta verdadera y profunda del compromiso con valores éticos y de responsabilidad (al margen de la especulación sobre la rentabilidad de tales planes de actuación), esa organización no merece la reputación que pretende construir.
En esos casos, la llamada “gestión de la reputación” no va más allá de una maniobra de maquillaje, y sus actuaciones no son más que un subterfugio para recoger “la cosecha” del prestigio mediante sobreactuaciones en el terreno de la comunicación.
Puede ocurrir que en algunos de esos casos las organizaciones tengan cierto nivel de éxito en sus propósitos, pero la reputación artificialmente provocada carecerá de consistencia, y la gente hoy en día no es tan inocente como para caer masiva y permanentemente en el engaño.
Todo juego de apariencias, toda mascarada, toda impostura termina resultando algo sospechoso, porque los públicos ya tienen bastante experiencia, suspicacia, “olfato” y entrenamiento frente a los cantos de sirena.
Guillermo Bosovsky