Es frecuente que se hable de la complejidad de las marcas. Esto se manifiesta no solo cuando se alude a las marcas como un todo, sino también cuando se habla de cada una de sus manifestaciones, o desde cada una de las especialidades que se ocupan de ellas.
Sin embargo, suele quedar diluido en un segundo plano el hecho de que las marcas representan un entramado de intereses, relaciones y conversaciones entre sus diversos protagonistas, y que este es uno de los aspectos más importantes de esa complejidad.
Una marca no es una sola realidad, sino la combinación indisoluble de varias realidades que conforman un sistema: en principio, es una idea de alguien respecto a un emprendimiento, y a la vez es una forma de ser, que encarna ciertos valores y prioridades, y que está asociada a un contexto geográfico y a un sector de pertenencia. Toda marca existe para unos públicos: directivos, empleados, prescriptores, inversores, clientes, partners, ciudadanos… La marca es perceptible a través de múltiples manifestaciones: se trata de un conjunto de objetos, imágenes, mensajes y hechos, que producen como efecto en sus públicos una combinación más o menos sintética de significaciones y valoraciones.
Desde el momento mismo de su creación, y después a lo largo de su vida, una marca necesita ser concebida como un sistema, como un todo en el que las diversas dimensiones en juego sean gestionadas con una visión estratégica e integral, y un sistema en el que los distintos protagonistas puedan estar implicados positivamente.
Por lo tanto, la identidad de la marca incluye no solo el conjunto de sus signos distintivos y sus manifestaciones, sino también los sistemas de identificación, compromiso y pertenencia de sus públicos, tanto internos como externos.
La marca es lo que es por su relación con sus públicos, y los públicos adoptan actitudes y toman sus decisiones a partir de sus experiencias con las marcas con las que se relacionan.
Cuando decimos que la marca es una conversación entre la organización y sus públicos, ¿afirmamos que lo que se produce es un diálogo feliz y exitoso, que existe un vínculo en el que se entienden, se enriquecen, se complementan, y se benefician mutuamente? Ese sería, sin duda, el ideal de una gestión eficaz, y en muchos casos se llegan a construir grandes marcas en base a esas premisas.
Rechazar la inteligencia de los públicos, y poner en duda el valor de su palabra, implica un divorcio intelectual y emocional. Expresa, por lo tanto, incapacidad para la empatía. Por ese camino se llega, inevitablemente, a un fracaso en la salud de la marca. Una inteligencia unilateral no es verdadera inteligencia, sino solo astucia contra los otros, que los cosifica como objetos de las propias intenciones. La verdadera inteligencia de una marca es inteligencia colaborativa.
Una gestión inteligente de branding necesita contar con la inteligencia de los públicos. Una marca necesita incluir periódicamente, como parte de sus responsabilidades de gestión, la aplicación de procedimientos para escuchar a sus públicos y así poder desarrollar todo su potencial de valor y construir relaciones de interés compartido.